lunes, 30 de mayo de 2016

“Exclusión productiva” en la soya boliviana



“Hay una importante transición en Bolivia, donde los capitales tanto domésticos como extranjeros están monopolizando la agricultura comercial, llevando adelante un modelo productivo altamente mecanizado e intensivo en capital, que está disminuyendo considerablemente la necesidad de fuerza de trabajo”.

Así se refieren los investigadores Ben McKay (candidato a doctorado por el Instituto de Investigaciones Sociales de La Haya, Holanda) y Gonzalo Colque (director de la Fundación TIERRA) respecto a la situación que caracteriza actualmente a la cadena productiva de la soya en Bolivia en un reciente trabajo conjunto.
“Los sustanciales incrementos del agrocapital, tanto en términos de cantidad como en los costos necesarios para producir, han dificultado excesivamente el acceso del pequeño campesino a estos factores productivos”, apuntan McKay y Colque.
Con agrocapital, los autores se refieren a insumos como semillas, fertilizantes, herbicidas y pesticidas, así como a maquinaria pesada como tractores, segadoras, fumigadoras, cosechadoras, camiones e instalaciones de almacenamiento y procesamiento (silos y procesadoras).
Y con pequeños campesinos se refieren a personas que poseen menos de 50 hectáreas,
incluyendo en esta categorización a colonizadores que se autoidentifican como campesinos, pese a que son actualmente una mezcla de “pequeños productores capitalistas y pequeños rentistas” que destinan como promedio no más del 10% de sus cosechas para el autoconsumo.
Como resultado de este proceso, muchos pequeños propietarios y campesinos están quedando separados de las actividades agrícolas al no poder asumir los riesgos que implican el poner a producir sus tierras.
Así, en lugar de producir, los investigadores observan que entre los pequeños propietarios se están generando procesos de “semi-proletarización y de rentismo pequeño burgués”, donde algunos venden su fuerza de trabajo por un salario (a medianos y grandes productores), y donde otros se dedican a actividades no agrícolas (pequeños emprendimientos informales, transporte, etc.) mientras alquilan sus parcelas a medianos y grandes productores que sí tienen acceso al agrocapital que se necesita para producir la tierra.
Además de los problemas de acceso a suficiente cantidad de tierra, insumos productivos y capital, Colque y McKay agregan que los avances tecnológicos, la mecanización y el creciente control sobre el complejo soyero, están exprimiendo la fuerza de trabajo.
Esta presión sobre la fuerza de trabajo, combinada con los otros problemas mencionados, es una “amenaza contra los futuros prospectos de la agricultura para las mayorías rurales, especialmente para los jóvenes”, alertan.
Y es que “la juventud rural constituye la mayoría en la zona de expansión en Bolivia, pero la mayoría de ellos no tiene acceso a tierra o viven en hogares donde la tierras es alquilada a otros productores. En este contexto, el cómo, dónde y si es que la gente encuentra otras oportunidades laborales son preocupaciones importantes”.
Si esta trayectoria de cambios agrarios se volverá o no un ejemplo de “trayectoria truncada de transición agraria”, donde la renta de la tierra deja de ser un medio de vida viable, y donde las oportunidades de empleo en las zonas rurales disminuyen sin alternativas en las ciudades o en actividades industriales, es algo que todavía se verá, advierten.

La evolución, a grandes rasgos
En su investigación, Colque y McKay muestran el desarrollo del “complejo soyero” boliviano desde los 1980s, que fue cuando las política públicas empezaron a buscar inversión extranjera, la economía y la agricultura fueron desreguladas, y cuando la frontera agrícola para la producción de soya empezó a expandirse.
Los expertos identificaron así tres fases distintas, aunque en gran medida sobrepuestas: “poniendo la tierra a producir”, “expandiendo la frontera agrícola” y “controlando la cadena agroindustrial”.
En cuanto a las dinámicas más contemporáneas, los autores revelan que la propiedad de tierra es ahora un aspecto menos importante para el agronegocio, y que el modelo agrícola intensivo en capital ya no necesita mucha fuerza de trabajo, y que esto lleva a procesos de “exclusión productiva”.
“Si bien ser dueño de tierras sigue siendo muy importante tanto para pequeños agricultores como para grandes propietarios, las relaciones en la cadena de valor han permitido al agronegocio mantener acceso a la tierra sin necesariamiente tener propiedad legal sobre ella”, explican.

Mecanismos de acceso y exclusión productiva
Para intentar entender las relaciones productivas en la zona de expansión soyera, los autores utilizan la “Teoría del acceso”, propuesta por Jesse Ribot y Nancy Lee Peluso en 2003. Esta teoría diferencia entre el derecho que uno tiene de beneficiarse de algo, y la “habilidad” (capacidades y oportunidades) que uno tiene para efectivamente beneficiarse de ese algo.
O sea que si bien muchas personas pueden ser dueñas de una propiedad o recurso, no necesariamente tienen la habilidad de usar esa propiedad o recurso de una forma productiva que les genere beneficios. Tener la habilidad de beneficiarse requiere de varios mecanismos de acceso, no sólo reglas legales.
“Carecer de estos mecanismos de acceso inevitablemente conlleva exclusión”, pese a que “todo tipo de uso y acceso a la tierra requiere algún tipo de exclusión”, puntualizan Colque y McKay.
Y si bien la exclusión puede ser un componente necesario para las relaciones productivas de basadas en la tierra, “generalmente exacerba las desigualdades y marginaliza al pobre, por lo que no siempre (o normalmente) se excluye a todos por igual”.
En otras palabras, estas relaciones se caracterizan en gran medida por una especie de exclusión desigual. Y esto es justamente lo que ocurre en las tierras bajas del oriente boliviano, según los autores.

Hay cinco transnacionales que controlan la cadena

“Los que controlan el almacenamiento, procesamiento, distribución y las exportaciones tienen muchísima más influencia sobre la industria soyera que los propietarios de tierras”, afirman McKay y Colque en su investigación.
Seis empresas controlan el 95% de la soya en Bolivia, de las cuales sólo Industrias Oleaginosas y Granos es boliviana, mientras las demás cinco empresas pertenecen a transnacionales del agronegocio, como Archer Daniels Midland (ADM) y Cargill (ambas con sede en EEUU).
En varios casos estas empresas entraron en Bolivia a finales de 1990 a través de la compra de empresas locales en Santa Cruz, utilizando para ello a sus antiguas subsidiarias brasileras y argentinas.
Según una evaluación del Pacific Credit Rating (PCR), del año 2012, estas transnacionales operan a través de la agricultura por contrato: proveen semillas y crédito a los productores, quienes luego les deben vender su producción a estas mismas transnacionales.
El caso de Industrias Oleaginosas –la única empresa boliviana importante en el agronegocio soyero- resalta para los investigadores porque es propiedad dela familia Marinkovic, particularmente de Branko Marinkovic, quien fue un “activo oponente del gobierno de Evo Morales. Marinkovic fue acusado de instigar un levantamiento armado contra el Estado, y consecuentemente su familia abandonó Bolivia en 2012”.
Por su parte, las compañías ADM South America (S.A.) e Industria de Aceites se originaron en las grandes haciendas cruceñas durante la época del auge del algodón. Pero cuando cayó la importancia económica del algodón, las transnacionales se convirtieron en los accionistas principales.
Varios colonos andinos (hoy autodenominados “interculturales”) que migraron a las tierras bajas del oriente boliviano también se volvieron productores soyeros. Muchos de ellos han sustituido los “cultivos de subsistencia” (arroz, maíz, raíces y tubérculos) por soya debido a las mejores condiciones de mercado del complejo de las oleaginosas.
“Hacia finales de la década de los 2000, los pequeños agricultores continuaban involucrados en la producción de oleaginosas, con sus ventas mediadas por unos pocos agronegocios instalados a lo largo de la cadena angroindustrial. Muchos elementos estructurales del complejo soyero, como la dependencia de la mecanización, importación de semillas, fertilizantes químicos y créditos, han expuesto a este sector a riesgos cíclicos, y los ha puesto en una posición desventajosa respecto a los grandes productores”, alertan Colque y McKay.
Así, su inhabilidad para acceder al capital y la tecnología necesarios para participar y competir como productores de soya los ha marginado de poder beneficiarse plenamente de sus tierras.
El acceso a mercados y otras relaciones de intercambio también es monopolizado por las transnacionales que controlan muchas facetas del complejo soyero: desde semillas transgénicas a los insumos agroquímicos, maquinaria, tierra, instalaciones de almacenamiento y mercados de exportación.
La industrialización de la producción también ha eliminado oportunidades laborales, dicen los autores: “la adopción del glifosato de Monsanto, por ejemplo, ha reemplazado la necesidad de contratar trabajadores. Según nos explicó un agricultor, se solía emplear entre 60 y 70 trabajadores para limpiar los campos después de las cosechas, pero ahora el glifosato mata todo por lo que ya no contratan a nadie”. Según los investigadores, esta situación es la predominante en toda la zona de expansión soyera, donde se sigue excluyendo a los pequeños propietarios y campesinos: por un lado su imposibilidad de acceder a capital, tecnología y maquinaría para producir la tierra, y por otro, su imposibilidad de acceder a oportunidades laborales viables.
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